La palabra creyón no aparece en el diccionario. Ni en el Pequeño Larousse Ilustrado, ni en el Diccionario Enciclopédico Universal, ni en el de la Real Academia. En ningún diccionario de mi casa aparece la palabra creyón. Según el diccionario, los creyones no existen. Tampoco existen los creyones de cera, claro, porque son creyones. El mundo del diccionario es un mundo triste, un mundo sin creyones. ¿Con qué se colorea, entonces, en el mundo del diccionario? ¿O no se colorea? En el mundo del diccionario todos los dibujos deben ser en blanco y negro. El mundo del diccionario es un mundo triste.

lunes, 19 de noviembre de 2007

olvido

Le robé esto a mi amigo Piero...


sábado, 3 de noviembre de 2007

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He pensado mucho, descubierto indicios,
vislumbrado respuestas.
Cada instante, cada verso, cada línea
es un punto de partida, una pista.
Hacía mucho que no estaba en este lugar,
ansiaba volver.

Sólo había olvidado que estas explosiones
de fecundidad
traen consigo los dolores del coito
y, a veces, del parto.

.

Ahora yo también soy un extaño.
Estoy en su contra
de parte de los otros.
Me dejé convencer.

Ahora él está completamente solo
y es mi culpa.

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Por favor,
no me hayas olvidado

domingo, 30 de septiembre de 2007

Aldemaro

The Unending Gift

Un pintor nos prometió un cuadro.
Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño.
Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos.
(Sólo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)
Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará.
Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo una cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de la casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y cualquier color y no atada a ninguno.
Existe de algún modo. Vivirá y crecerá como una música, y estará conmigo hasta el fin. Gracias, Jorge Larco.
(También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal.)

Jorge Luis Borges


Hace poco más de un mes, Aldemaro Romero iría a ensayar a mi casa. Cheo Hurtado quería que el Maestro lo acompañara en algunas piezas para un disco de boleros, y mi casa, con el piano disponible, era un buen lugar para preparar las cosas antes de la grabación.
Cheo tuvo que salir de Caracas y el ensayo se suspendió, quizás hasta la semana siguiente. Pero la semana siguiente el Maestro Aldemaro fue hospitalizado y luego de unos cuantos días, murió.
Ahora recordamos a Aldemaro con cariño y admiración; nos dejó muchas cosas para recordarlo. Yo, en particular, conservo -ilimitado e incesante- el recuerdo imposible de un ensayo que no sucedió.

domingo, 3 de junio de 2007

gomaespuma

Recordé que estaba en una piscina de gomaespuma. Una piscina sin agua. Como una piscina de pelotas, pero en lugar de pelotas de plástico tenía cubos de gomaespuma. El mejor lugar para estar. No hacía falta traje de baño, sólo quitarse los zapatos. Uno podía lanzarse, hundirse, nadar; como en una piscina de pelotas, pero mejor. La gomaespuma es más amistosa que el plástico.

Quizá sea el recuerdo más feliz de mi infancia, cuando la felicidad era completamente libre.

miércoles, 25 de abril de 2007

marcalibros

Ya tiene el libro en sus manos. Está a punto de comenzar a leer; ya ha sorteado el primer obstáculo que impide la lectura: escoger el libro del cual ocuparse. Ya revisó una y otra vez el estante, levantó uno a uno tomos y tomos de distintos autores, géneros, estilos; revisó algunas páginas, comparó, recordó lo que sabía de cada obra, se imaginó leyendo cada una de ellas, en su cama, en el metro, en el comedor, en un lugar diferente cada vez. Al fin se ha decidido por el libro que tiene en las manos. Lo observa. Es como un trofeo en una vitrina, un trofeo que se desea y aún no se ha ganado.
Pero antes de leer hay algo más que debe hacer, debe cumplir con una tarea tan difícil y dolorosa como ineludible, aunque hay quien prefiere posponerla hasta la primera pausa en la lectura (lo cual, sin duda, hace todo más complicado). Se trata de buscar una herramienta imprescindible para leer cualquier cosa de extensión considerable: un marcalibros.
Eso que llamamos marcalibros y que parece de lo más inocente, se trata en verdad de un elemento cuya errónea escogencia puede interferir en forma determinante sobre la lectura.
El marcalibros no es simplemente una señal para indicar la página en la que nos detuvimos; es mucho más. Es una especie de bandera del conquistador, señala el territorio sobre el que hemos avanzado, y al terminar el libro, cuando descansa sobre la última página, es un símbolo de dominio: quien deja allí el marcalibros ya ha hecho suyo el libro y puede cerrarlo tranquilamente pues sus páginas le pertenecen. Quizá por esta razón, algunos reservan un marcalibros para cada libro que leen; ese trozo de papel recorrerá ese libro y ningún otro.
Por otra parte, en los libros jamás acabados, esos que nunca pudimos terminar de leer, descansa el marcalibros para recordarnos que fuimos vencidos por las palabras.
Él lo sabe y por eso se dispone a escoger cuidadosamente el pedazo de papel que lo acompañará en la lectura. El primer impulso lo lleva a los papeles que tiene más cerca: algunas facturas, la etiqueta vieja de una camisa, una nota con un mensaje telefónico. Ninguna sirve. Las facturas contaminan la lectura con precios e impuestos, con el mercado, la oferta y la demanda, con el sonido insoportable de la caja registradora, con el tintineo de las monedas que pasan de mano en mano; son demasiadas distracciones, demasiadas impurezas que el libro y el lector tendrían que soportar.
Al tomar la etiqueta no puede evitar fijarse en los colores, en la marca de la camisa a la que pertenecía, en las especificaciones, 100% algodón, lavar a temperatura media, no usar secadora, no planchar el estampado, no utilizar como marcalibros (esta es, al menos, la indicación que debería seguir). De ninguna manera él consentirá en llevar ese made in malasya en su aventura literaria.
Y en cuanto al mensaje telefónico, trae consigo la llamada no recibida, el recuerdo de que leyó tarde la nota y los problemas consiguientes, y la voz de quien lo escribió. Usar eso de marcalibros es como tener siempre al lado esa voz preguntándole ¿Qué lees?, ¿otra de tus novelitas raras?, es que yo te digo mi amor, verdaderamente.
Así que él sigue su búsqueda, y evita, por supuesto, los marcalibros especialmente diseñados para ser tales, esos que traen pequeñas recetas para ser felices, escritas en letra cursiva.
Él sólo quiere un simple trozo de papel, un pequeño retazo de hoja en blanco, de hoja limpia, sin letras que perturben las que descansan en el libro. Pero no es tan sencillo, todo resto de papel inmaculado parece haber desaparecido. Por más que registra entre carpetas y cuadernos, todo tiene al menos una mínima marca, siempre inaceptable, siempre demasiado llamativa, por pequeña que sea. Comienza a caminar de un lado a otro, cada vez con más velocidad, aunque con mayor torpeza, choca con los muebles, infinitamente inútiles cuando lo que se necesita es un marcalibros. Intenta arrancar un pedazo del friso de la pared, que parece lo suficientemente limpio como para permitir que lo siga fielmente hasta cada descanso en su lectura; pero no vale la pena, el friso cae a pedazos que se llenan del polvo gris que antes cubrían. Casi no puede mantenerse en pie, se tambalea de un lado a otro al ritmo de esas olas que no existen.
Como tantas otras veces acaba por dejarse caer. Volverá a pasar la noche sobre el suelo frío del salón. Soñará con el libro que no pudo leer.