La palabra creyón no aparece en el diccionario. Ni en el Pequeño Larousse Ilustrado, ni en el Diccionario Enciclopédico Universal, ni en el de la Real Academia. En ningún diccionario de mi casa aparece la palabra creyón. Según el diccionario, los creyones no existen. Tampoco existen los creyones de cera, claro, porque son creyones. El mundo del diccionario es un mundo triste, un mundo sin creyones. ¿Con qué se colorea, entonces, en el mundo del diccionario? ¿O no se colorea? En el mundo del diccionario todos los dibujos deben ser en blanco y negro. El mundo del diccionario es un mundo triste.

jueves, 12 de abril de 2007

avemarías

Mi abuelo se murió rezando el Ave María. En verdad no era que rezaba, sino que repetía y repetía la parte del Ave María que le tocaba rezar en el rosario. En esa época rezamos muchos rosarios. Mi abuela siempre guiaba y nosotros contestábamos: Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Todos los días. Contestábamos eso cincuenta o cien veces al día, dependiendo de si ese día había uno o dos rosarios, a cinco misterios por rosario y diez avemarías por misterio. Luego mi abuelo se puso cada vez peor. Al final ya casi no podía hablar, y cuando trataba de decir algo, lo único que le salía era eso que había repetido tantas veces: Santa María, madre de Dios...
Esas fueron las últimas vacaciones que pasé en casa de mis abuelos. Antes, yo siempre pasaba mis vacaciones allá. Ellos vivían en el Junko, en una casa grande, toda de madera, donde casi siempre hacía frío, y con un jardín grandísimo lleno de árboles (bueno, al menos yo lo veía muy grande, pero entonces yo era bastante pequeño). Además estaba el otro terreno; había que pasar una reja al final del jardín, bajar unas escaleras y cruzar un puente de metal que sonaba durísimo cuando yo lo atravesaba corriendo con mis botas de goma. Yo siempre usaba mis botas de goma en casa de mis abuelos; eran azules, tenían dibujada la cara de un elefante y eran lo mejor que tenía para todo el trabajo que había que hacer allá: subirme en los árboles a recoger limones o naranjas para hacer jugo, ayudar a mi abuela a sembrar alguna mata, recoger flores para decorar la casa, regar el jardín. Sobre todo para regar el jardín, las botas eran muy útiles, porque no dejaban entrar nada de agua; lo malo es que tampoco la dejaban salir, así que si de alguna manera (porque cuando uno es niño, siempre encuentra alguna manera) me llegaba agua hasta dentro de las botas, se quedaba allí encharcada todo el día, o hasta que mi abuela se diera cuenta de que los pies me sonaban como una cantimplora.
Las botas de goma también me servían para correr por el otro terreno, lleno de monte y de matas que me rajuñaban las piernas (ningún niño dice rasguñar. Casi nadie dice rasguñar. Es más, creo que yo todavía digo rajuñar).

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No, mirá, yo una vez estaba en el patio, y lo veo que viene corriendo desde el otro terreno, rapidísimo por ese puente. Y digo: ¿qué pasó? ¿Será que encontró una culebra? Y le grito: JUAN ANDRÉS, ¿QUÉ PASÓ? Y él: ¡NOO! ES QUE ME VA A ALCANZAR LA NEBLINA...
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Además, mi abuela se las arreglaba para que durante todo el tiempo que yo pasaba en su casa, hubiera muchas cosas que hacer: hacíamos tortas, tequeños, mermelada (bueno, ella hacía todas esas cosas; yo sólo contribuía al desorden de la cocina), dibujábamos, jugábamos, escribíamos a máquina (me encantaba escribir a máquina).
Mi abuelo no siempre estaba en la casa, porque durante la semana tenía que trabajar, así que sólo lo veía en el desayuno, en las noches y los fines de semana. En las noches cenábamos juntos, en la cama, viendo Hunter, el cazador, cosa que en mi casa estaba prohibidisísima (no ver Hunter, eso sí se podía, lo que estaba prohibido era comer en la cama). Y los fines de semana podíamos ir a la Colonia Tovar o al Junquito a montar caballo. También había viajes a Caracas, pero ésos casi siempre eran para acompañar a mi abuela a cosas increíblemente aburridas como la peluquería o el banco.

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Esa vez en la peluquería me estaban peinando y yo tenía la cabeza llena de rollos y ganchos y cosas, y vos sabéis que yo me llevaba a Juan Andrés para todos lados, así que el pobre estaba ahí sentadito y cuando veo que se me acerca, que creo que me va a preguntar cuánto falta, llega y se me queda mirando y dice: ¡ay, abuela, estás bella: pareces un monstruo!... No juegue, las mujeres de la peluquería todavía se acuerdan...
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Pero esas últimas vacaciones no fueron tan alegres. Mi abuelo estaba muy mal y casi lo único que quedaba por hacer era rezar y esperar. Rezar el rosario y las avemarías que luego él no pudo soltar. Recuerdo pocas cosas, momentos aislados y en desorden, pero recuerdo muy bien la cara de mi abuelo. Recuerdo su mirada y el temblor en la boca, cada vez que quería decir algo y lo único que le salía era ese Santa María, madre de Dios. Él quería pedir agua y Santa María, quería que lo arroparan y madre de Dios, quería quejarse del dolor y ruega por nosotros los pecadores, quería llamar a alguien y ahora y en la hora de nuestra muerte, quería despedirse y amén.
Al final, no pudo comunicarse con nadie. Un cura amigo dijo que se había muerto en unión con la Virgen María, pero esas avemarías no le venían del alma, sino del cáncer que le estaba llegando al cerebro.

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Yo sí. Yo sí pude hablar con él. Tuvimos una última conversación. Él estaba tenso, luchando, y yo me le senté al lado y hablé con él. Vamos, negrito, vete tranquilo, yo voy a estar bien. Vos ya tenéis que descansar. Él me miró y se fue quedando tranquilo, tranquilo...

2 comentarios:

Daniel dijo...

Excelente... muy fino!! =P

Anónimo dijo...

Gracias, amigo